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El encuadre en (la) crisis

Revista de Terapia Gestalt nº 35/2015

El “encuadre”. Llamamos encuadre al marco que va a delimitar nuestro trabajo. Se trata de constantes que vamos a mantener para que se muevan, en el proceso terapéutico, distintas variables. Es el fondo sobre el que van a ir apareciendo y disolviéndose distintas figuras y consiste en las condiciones que ofrecemos al paciente y que le damos hechas.

El encuadre marca la diferencia entre la fantasía que trae el paciente, su vida mental y la realidad. Y llamamos realidad al hecho de que la psicoterapia es un trabajo que, como tal trabajo, debe ser remunerado de modo que podamos atender a nuestras obligaciones económicas. La realidad impone una agenda, un espacio fijos y, al mismo tiempo, una disponibilidad casi absoluta durante los cincuenta minutos de la sesión. Así, el paciente va a poder oscilar entre eso que acordamos que se llama realidad y su vida psíquica que pasará por momentos unas veces alejados y otras más cercanos a esa realidad.

El encuadre lo vamos a considerar como límite, como un fenómeno fronterizo entre dos tipos de fenómenos: los que estudiamos y que trae el paciente a nuestra consulta y nuestras necesidades económicas, de organización…etc.

El encuadre es en definitiva la línea que permite trabajar en la subjetividad y, al mismo tiempo, mantener los pies en la tierra. Vamos a tratar el encuadre como la “frontera contacto”.

Perls habla de tres conceptos muy parecidos y que se refieren a ese fenómeno dentro/fuera al que nos estamos refiriendo. El “contacto” es entendido como el intercambio entre el organismo y el ambiente. El contacto en el caso de la piel, por ejemplo, sería el proceso mediante el que las gotas de sudor escapando del organismo cuando éste está a mayor temperatura que el ambiente consiguen rebajar esa temperatura.. Con el sudor el organismo sigue en equilibrio, perpetúa la constante homeostasis a la que tiende de forma natural.

El “sí mismo” es el estilo de contactos de un organismo, su repertorio de contactos. Así, siguiendo el ejemplo anterior, hay organismos que retienen más el sudor y tardan más en lograr la homeostasis. En el orden psíquico es la forma psicológica de responder ante las circunstancias externas. Hay personas con más repertorio de respuestas y otras con menos.

La “frontera contacto” es, según Perls, el sí mismo en movimiento. Es esa piel, esas gotas de sudor, el límite del organismo respecto a su medio. Y es en esa frontera contacto donde se producen todos los fenómenos psicológicos. La frontera contacto que representa el encuadre es como la piel que recubre el proceso terapéutico. La piel que delimita al organismo frente al ambiente y, al mismo tiempo, un sistema complejo de intercambios entre esos dos sistemas.

Con las condiciones que ofrecemos en el encuadre ofrecemos esa piel. Un lugar poroso en donde van a incidir condiciones externas al proceso como necesidades de modificación debidas a fuerzas mayores, como enfermedades o dificultades del terapeuta o del paciente. No hago referencia aquí a las condiciones que establecemos para el caso de ausencias sino a condiciones inesperadas como, por ejemplo, una hospitalización. Y un lugar poroso también a las condiciones del proceso. Por eso, en algún momento, incluso con pacientes que aceptan el encuadre de buen grado desde el principio, esta piel, el encuadre, se va a ver afectado. Siguiendo el símil que estamos utilizando, las condiciones internas del organismo que está siendo afectado por un cambio se reflejan en su piel tal y como todos lo hemos experimentado en algún momento.

Un ejemplo de lo anterior estaría representado por un eczema o un herpes después de una gripe. O un intento de anulación de la sesión después de un “darse cuenta” o un insight doloroso o sorpresivo.

Por eso el encuadre es, al igual que la frontera contacto, el sí mismo en movimiento. Un lugar en continuo intercambio con el exterior. Ese lugar que nos permite, por ejemplo, hablar al principio o final de la sesión, con algunos pacientes, de circunstancias de la vida exterior como el tiempo o las vacaciones o algún cambio en el mobiliario o algún dato personal y otras, en algunos momentos y con algunos pacientes, levantar una pantalla protectora y no favorecer la entrada de ningún dato externo (dato en el sentido que le atribuyen los Múller-Granzotto) para que en el interior termine de “cocerse” aquello que está sucediendo.

Como es algo que se le da hecho al paciente representa un primer tiempo y, para muchos, representa un tiempo que evoca el periodo inicial del desarrollo en que yo y no yo no podían diferenciarse, en el que había simbiosis entre el organismo y el medio.

Esto último concuerda con el hecho de que el encuadre es atacado y discutido permanentemente por las personas con trastornos más graves, aquéllas en que esa primera época de sus vidas no avanzó hacia la madurez sino que quedó detenida. Esas personas no pueden integrar el hecho de las necesidades individuales de la terapeuta y quieren permanentemente modificarlas o destruirlas de tal modo que sólo sus necesidades prevalezcan. Quieren y reclaman algo que pertenece a la primera época de sus vidas. Lo más frecuente es que no acepten la periodicidad de las sesiones y reclamen distintos momentos para realizarlas o que no acudan a la cita prevista y quieran recuperarla cuando a ellos les parece conveniente. Antes de entrar en proceso, o en multitud de momentos durante el mismo, van a reclamar condiciones especiales. Su vida psíquica, la necesidad de no tener límites, la omnipotencia de sus pensamientos, sentimientos y necesidades tienen la absoluta prioridad sobre la realidad externa. La aceptación de las condiciones del encuadre es absolutamente necesaria para ellos pero es discutida permanentemente.

Yontef habla de esa dificultad con los pacientes con trastorno límite de personalidad. Y alerta de estas dificultades al mismo tiempo que señala que sólo aquellos pacientes que son capaces de tolerar el encuadre tienen alguna posibilidad de obtener mejoría de una terapia.

Así que el encuadre es mucho más importante que las condiciones económicas y horarias. Por lo tanto, su modificación es también de una incidencia especial en el proceso. Algunas veces puede alterarlo o adelgazarlo de tal modo que deja de producirse esa vida interna llena de fantasías, deseos, pensamientos, ligados al hecho de acudir a la cita con la terapeuta.

Por ejemplo: podemos marcar en el encuadre que cogeremos vacaciones en tales fechas. Al llegar esas fechas algunos pacientes se sentirán traicionados o abandonados o cualquier otra cosa y nosotras podremos abordar esas cuestiones porque entendemos, paciente y terapeuta, que eso forma parte de su vida mental ya que esas cuestiones relativas a nuestras vacaciones forman parte de aquello que permanece en la consulta como parte del afuera. Ingresamos en el mundo del paciente con total libertad porque hemos acordado que a los 50 minutos u otro intervalo que hayamos marcado, eso termina y volvemos a ser cada uno de los dos protagonistas de mundos distintos. Sin esas condiciones prefijadas ¿cómo podríamos relacionar nuestra futura ausencia con sentimientos de traición experimentados por el paciente? Siempre podría decirnos que hay algún motivo oculto en nuestra ausencia.

Y ese alejamiento de la realidad no se da solamente en los pacientes más graves. Muchas personas se acercan por primera vez a una terapia con ideas de omnipotencia no ya sobre ellos mismos como decía antes, sino sobre el terapeuta como el adulto capaz de todo. Esperan que la terapeuta produzca cambios en ellos de forma mágica, que la terapeuta haga lo que ellos no pueden hacer.

Vemos, por tanto, que el encuadre nos ata a terapeuta y paciente al mundo de la realidad cotidiana en el que prestamos un servicio profesional. Un tipo de servicio lleno de afectos pero profesional de todos modos. Siempre somos las terapeutas. Si nos dejásemos llevar por el paciente en su necesidad puntual de alargar las sesiones o de aplazarlas, y es sólo un ejemplo, perderíamos eso que nos permite explorar sus necesidades, pasaríamos a ser un personaje fantasma de su mundo, nos convertiríamos en su madre o en su amiga…

Es decir, el encuadre es la parte que posibilita un proceso terapéutico tal y como lo conocemos. Ha sufrido modificaciones a lo largo de la historia de la psicoterapia pero no es casual ni caprichoso sino que ha demostrado ser la condición sin la cual no es posible un proceso.

Las características “fronterizas” del encuadre como algo que pertenece a la realidad y a la vida subjetiva hacen que nos resulte un momento de inseguridad a las terapeutas. Muchas no nos sentimos cómodas en ese primer momento. Al principio de nuestra práctica nos acogemos a lo que aprendimos, recitando las condiciones al paciente como algo que hay que transmitir para poder comenzar el verdadero trabajo que será el momento siguiente. Y con los años modificamos algunas cosas aunque sin pararnos a pensar y a teorizar sobre ello. Sin embargo, desde el momento en el que contestamos al teléfono estamos sentando los cimientos del trabajo terapéutico.

El encuadre, decía antes, se asemeja al límite corporal, a la piel. Estamos formando “la piel” del proceso y en algunos casos “la piel” del paciente, aquello que va a dar forma, que va a contener en su interior todos los acontecimientos posteriores y que va a separar de forma clara nuestras necesidades y las del paciente.

Cada una de las cosas que marcamos en un encuadre, como cuál va a ser la duración de las sesiones, cuál va a ser la frecuencia, cómo vamos a considerar la inasistencia, qué puede esperar de nosotras, merecen ser estudiadas. El paciente, con su aceptación, entra en la “institución” del proceso. Pertenece al mismo. Todas esas condiciones que representan el encuadre van a ser la gran casa, la familia, la institución en la que él y nosotras tenemos un lugar importante, un lugar de privilegio del paciente, el lugar que representa en mayor o menor medida a su psiquismo, su forma de relación con nosotras y, con mucha frecuencia, su forma de relación con el mundo.

No creo que se pueda llegar a exagerar la importancia del encuadre. Es consustancial a nuestro modo de ejercer. Y los terapeutas lo hemos pensado y repensado muchas veces. Y lo hablamos entre colegas. ¿Qué pasa cuando el encuadre, por distintos motivos, nos viene impuesto por el paciente? Por ejemplo: que el paciente viaja continuamente y no puede tener sesiones regulares o que nos viene derivado con unos honorarios de una ONG o como favor por un colega que nos lo solicita? Pues que el marco de realidad sobre el que vamos a trabajar se deteriora y la balanza se inclina hacia la vida psíquica del paciente. Si es un paciente contenido, no muy desregulado emocionalmente, podremos trabajar con él aunque es más difícil que podamos alcanzar gran profundidad.

Pero en la mayor parte de los casos haremos un “como si” de proceso terapéutico, una especie de proceso descafeinado. ¿Y qué decir cuando quién lo solicita es un alumno que va a ejercer como terapeuta? ¿Podemos acceder a sus necesidades de encuadre, pongamos quincenal, sabiendo por nuestra experiencia que no va a saber qué es en toda su profundidad una terapia?

El encuadre no es un proceso democrático igual que no lo es el ingreso en ninguna institución. Necesitamos cumplir determinadas condiciones.

Las condiciones fijas del encuadre proporcionan la seguridad que el paciente necesita para comenzar a explorar su interior y profundizar en él. Si diéramos distinta importancia a las sesiones alargándolas o reduciéndolas según nuestro criterio, estaríamos incidiendo en los aspectos que el paciente va a privilegiar o a evitar.

Y todo esto referido a los pacientes. Pero ¿qué pasa con las terapeutas? El encuadre es un límite a nuestras inclinaciones neuróticas o, en general, interesadas. Porque incluye cuestiones éticas de muy distinto tinte. Unas, de inhibición en todos los aspectos de la vida del paciente fuera de la consulta. Por ejemplo nos inhibimos de pedirle favores en función de nuestra relación de terapia. O nos comprometemos a estudiar todo lo relativo al paciente, “su caso”, de manera seria y rigurosa. O estamos dispuestas a dejarnos impresionar por él dejando que facetas nuestras se vean comprometidas en cuyo caso acudimos a nuestra terapeuta para manejarlas mejor. Nos permitimos esa movilización interna porque hay una seguridad Al finalizar la sesión dejaremos de estar disponibles para el paciente y no sólo de forma externa.

Es decir, hay un encuadre interno, previo, que no explicamos al paciente pero que estamos dispuestas cumplir.

Igualmente estaremos disponibles en el horario acordado. Si no fuera riguroso el encuadre podríamos privilegiar y estar con más frecuencia con nuestros pacientes preferidos y, al revés, citar con frecuencias superiores a los más incómodos.

Y todo esto lo hacemos a favor de eso que llamamos proceso terapéutico. Creamos ese marco, ese edificio que albergará durante el tiempo que necesitemos o que el paciente nos dé, todas las cuestiones referentes a los porqués, los cómos, los beneficios, las consecuencias de los pensamientos, sentimientos y acciones del paciente. Para poder sentirnos seguras haciendo eso y dejándonos “tocar”, “contactar” con el mundo interior de nuestros pacientes necesitamos refugiarnos en ese lugar: el encuadre.

Cuando viene a nuestra consulta un paciente por primera vez establecemos ese lugar difícil del que estamos hablando. Ingresamos en ese mundo intermedio entre los problemas del paciente o sus síntomas y el mundo exterior de la agenda, el lugar, los honorarios…un lugar muy extraño. El paciente empieza una relación que hasta ese momento (casi siempre) no ha conocido. Se le invita a hablar con una desconocida. Va a contar cuestiones íntimas a alguien que le escucha con largos silencios y de quién va a saber bastante poco. Así que tenemos que enfrentar esa situación extraña totalmente inmersas en el encuadre. Está el lugar físico, lo que se transmite al paciente desde el mobiliario, el cuidado o no del espacio, de la temperatura, de la luz. Está lo que, como podemos, le explicamos acerca de lo que vamos a hacer. Están los horarios que tenemos disponibles, los honorarios que le cobramos por nuestro tiempo. Y estamos nosotras. En realidad formamos parte del encuadre. Cuanto más imbuidas de encuadre, más inmersas en esa extraña realidad a la que enfrentamos al paciente, más fácilmente seremos incorporadas por él.

Y, al revés, cuanto más difícil nos parezca esta transición de piel de algo que todavía no existe, más extraño le va a parecer todo al paciente.

Porque en esa idea de que el encuadre es la piel del proceso terapéutico está lo que ofrecemos al inicio: Vendemos la piel del oso sin haberlo cazado.

Todas las cuestiones logísticas del encuadre merecen ser pensadas desde todo eso que llevamos dicho.

El tiempo de las sesiones: que es mejor que sea fijado y siempre el mismo es entendido en seguida desde las consideraciones anteriores.

La duración: Parece que está establecida por una gran cantidad de nosotras en cincuenta minutos. Pero la duración puede ser ajustada. A algunos pacientes les resulta desmesurada y se sienten en peligro en los 10 o 15 minutos últimos. Podemos ajustarla si hemos ofrecido un margen variable: vamos a estar trabajando juntos entre 45 y 55 minutos, por ejemplo. Las “horas de cincuenta minutos” como dice un personaje de Woody Allen han sido acogidas por nosotras como un lapso de tiempo cómodo que nos permite oxigenarnos entre paciente y paciente, que permite trabajar con suficiente profundidad al paciente sin desbaratarle las defensas…de nuevo un lugar de límite entre dentro y fuera.

Los honorarios: los ajustamos desde un lugar que tiene muchas implicaciones. Una de mercado, lo que nos van a pagar los pacientes a los que llegamos. Otra, ética, lo que estamos dispuestas a pedir. Esta cuestión de los honorarios nos permite trabajar sin sentirnos explotadas por el paciente y sintiéndonos suficientemente valoradas. En el caso de acceder a rebajar los honorarios sabemos que vamos a tener problemas muchas veces. ¿Qué pasa si nuestro paciente que nos paga menos de lo que solemos pedir va con frecuencia de viaje o invierte en algo que no nos parece a nosotras adecuado al nivel de ingresos que le suponemos? Si nuestros honorarios no fluctúan no tendremos estos problemas y si lo hacen tendremos que lidiar con cuestiones que atacarán (esta vez desde nuestro lado) al encuadre. Nuestros pacientes están inmersos en un mundo que pide precios fijos, el autobús cuesta lo mismo tengan más o menos dinero, la compra diaria, los viajes, todo tiene precios que no pueden ser influidos directamente en el momento de la compra. Así que, de nuevo, podemos pensar en las implicaciones de una negociación por parte del paciente acerca de nuestros honorarios. Y sería, además, posible estudiar las diferencias de honorarios entre terapeutas hombre y mujer. Creo que los pacientes intentan sacarnos del rol profesional con más frecuencia a las mujeres porque según sus introyectos somos figuras obligadas al cuidado y “deberíamos” entender sus dificultades económicas de modo preferente mientras que los hombres son vistos más frecuentemente en un lugar profesional.

La frecuencia: Creo que ésta es una cuestión fundamental. ¿Qué frecuencia mínima es necesaria para que empiece a darse eso que llamamos proceso terapéutico? Y sólo podemos aludir a nuestra experiencia. A dos modos de nuestra experiencia: como pacientes y como terapeutas. Creo que en la mente de casi todas las que nos dedicamos a ejercer como terapeutas está la frecuencia mínima semanal para que se dé ese hecho de “cocción” psíquica que hace que la mente esté en un estado receptivo al insigiht y que es un proceso que no finaliza al cierre de cada sesión para ser retomado en la siguiente. Al contrario, continúa en muchos momentos entre sesiones.

Casi todas hemos constatado que algunos pacientes pueden obtener beneficios de frecuencias superiores, quincenales por ejemplo. Por ejemplo, en pacientes bien organizados que consultan por cuestiones concretas y puntuales. O en pacientes de largo recorrido que después de años de frecuencia semanal pueden seguir elaborando en frecuencia quincenal. Con pacientes que se desplazan desde lugares alejados se da, a veces y sólo a veces, una compensación. La menor frecuencia se ve compensada con la dedicación que supone coger un tren, un autobús..etc y esa mayor dedicación (a veces un día entero y más) supone un gran interés que hace enlazar las sesiones a pesar de que estén más separadas en el tiempo.

Pero ¿qué decir de los alumnos en formación que están en proceso, no sólo para elaborar cuestiones puntuales, sino para saber de sí mismos con una profundidad que les permita trabajar después? ¿Pensamos que eso es posible en un encuadre quincenal? Mi opinión es claramente negativa en ese punto. Creo que los futuros terapeutas necesitan un proceso sólido y profundo para poder ejercer y que ése pasa por una frecuencia semanal.

A veces se objeta que hay largos periodos vacacionales por parte de algunos terapeutas. Mi opinión es que eso todavía añade más necesidad a la intensidad del contacto con la terapeuta en la época no vacacional. A la vuelta de unas vacaciones se puede retomar algo preexistente pero difícilmente lo que no existió. Por esa razón nos resulta difícil iniciar terapias justo antes de las vacaciones o pedimos, en esos caso, vernos más veces en la semana antes de iniciar ese periodo vacacional. Todas sabemos de algún paciente que “desaparece” después del verano.

Desde todo lo expuesto anteriormente vamos a intentar averiguar qué cosas han pasado en los últimos años, sobre todo que ha pasado con “la crisis” y de qué forma ha afectado la crisis al encuadre.

Podemos preguntarnos qué significa para nosotras la crisis. En los primeros meses en que ni siquiera se utilizaba ese término y se hablaba de desaceleración económica algunas no entendíamos lo que estaba pasando. Algunos pacientes querían inmediatamente reducir la frecuencia de sus sesiones y nos preguntábamos: ¿por qué? Si ellos tienen trabajo y están en la misma situación económica que hace unos meses. Estábamos en la primera gran oleada de miedo. Podríamos comprobar nuestras agendas y, seguramente, encontraríamos varias de estas oleadas en los últimos años.

Pero la crisis del miedo ha determinado tantos cambios o más que la crisis estrictamente económica. La económica determina un menor nivel de ingresos de nuestros pacientes y la otra determina otras cosas.

La económica es clara. Una funcionaria a la que reducen el sueldo y no puede atender a su hipoteca. Un directivo que ve reducido su bonus. Un empleado que necesita ahorrar algo más porque ve con el rabillo del ojo que empiezan a despedir a compañeros. Y esta situación nos va a obligar a plegarnos a encuadres que hasta ahora no nos eran habituales. En algunos casos, reduciendo honorarios, en la mayoría, no actualizándolos y en ocasiones gestionando la necesidad de frecuencias de sesiones superiores. Algunas veces frecuencias quincenales. Y una parte de lo que podemos analizar es cómo ha afectado a nuestra práctica todo esto: los honorarios y la frecuencia y de qué manera ha afectado, a su vez, a los procesos terapéuticos.

Pero hay otra crisis. Yo lo llamaría una crisis de autoridad. El paciente o futuro paciente viene con su argumento “crisis” como algo que nos fuerza y nos obliga a atenderlo de acuerdo a determinantes totalmente alejados de variables terapéuticas. Y, en la soledad de nuestros consultorios, negociamos con el paciente y con nosotras mismas. ¿Le va a servir a este paciente un encuadre quincenal? Si le digo que no ¿me quedaré sin éste y otros pacientes? ¿Le impongo otra frecuencia como condición absolutamente necesaria para trabajar con él o, al menos, para trabajar inicialmente? ¿Hay algo dentro de nosotras que cambia en la contratransferencia cuando esto sucede? ¿enfado? ¿desesperanza? ¿Nos ha impuesto el miedo una entidad bancaria americana y debemos plegarnos a ser menos importantes que (por ejemplo) las vacaciones que obligatoriamente va a disfrutar ese paciente?

“No puedo seguir viniendo por problemas económicos” Una frase que hemos oído repetidamente y no sólo en los últimos años sino siempre. Pero la oímos de manera distinta. Antes de la crisis intentábamos entender lo que había de determinante o lo que había cambiado económicamente para el paciente. Por ejemplo, “es que me he quedado en el paro” de un paciente hizo que los honorarios se redujeran a la mitad mientras él encontraba trabajo de nuevo. Sucedió así durante un año y, al volver a trabajar, el paciente mismo dijo que volvía a los honorarios anteriores. El cambio de encuadre no afectó en absoluto al proceso terapéutico. En otras ocasiones, aún sabiendo que el paciente que alude a motivos económicos los siente como totalmente justificados, no admití esto. Así podía mantener la frecuencia y cerrar el proceso. Interpretar lo que estaba sucediendo. Podía decir: entiendo que la terapia es una inversión costosa para ti y no solamente de dinero pero aún así necesito para trabajar contigo mantener las condiciones que acordamos. Si quieres nos damos unas sesiones para pensarlo y si sigues pensando que quieres venir con menos frecuencia cerramos el proceso temporalmente. La experiencia me decía que, de todos modos, ese cierre iba a ser una realidad aún admitiendo el cambio de frecuencia. En la mayor parte de los casos no se mantenía la tensión, la activación, el arousal necesario para poder hacer un buen trabajo terapéutico. También podía, dependiendo del tiempo que lleváramos juntos, decirle al paciente: tengo la impresión de que tal o cual tema te resultan dolorosos y te han movilizado y que, por eso, estás intentando enfriar las sesiones, distanciarlas. Vamos a trabajar sobre eso.

Todo esto sucedía antes de la crisis. ¿Después sucede de la misma manera? Lo que sostengo es que tenemos que pelear en nuestro interior con dos mandamientos, con dos normas morales. Una, que trata de hacer lo que en ese momento es bueno para el proceso y que sería una intervención de las nombradas en el párrafo anterior y otra, social, que se nos impone: LA CRISIS. Como un caso de fuerza mayor. El paciente alude a la crisis e inmediatamente deberíamos asumir más límites en nuestro quehacer profesional. Como si una ética nueva se impusiera por encima de nuestro saber terapéutico.

Creo que lo anterior sobrepasa el ámbito individual y que pertenece a lo social. Los trabajadores deben entender que van a ganar menos dinero, los funcionarios deben entender que se les recorten los días libres, los médicos deben entender los recortes que se les imponen en función de la necesidad y las terapeutas debemos, por tanto, perder la libertad que tan cara nos ha salido (muchas supervisiones, mucho estudio) en función de LA CRISIS.

¿Qué grado de libertad tenemos en los encuadres de un proceso terapéutico? ¿Hay algo escrito sobre esto? Hay distintos encuadres en los últimos años? ¿Va cambiando el encuadre con la práctica profesional? Los profesionales ¿hablamos sobre esto?

Una simple consideración económica nos llevaría a pensar que es mejor para nosotras un tiempo de encuadre quincenal que no poder tener más pacientes. De nuevo nuestra ética en juego. O podemos pensar que para el paciente es mejor en todo caso que venga cuando pueda a que no venga (¿esto representaría cierta condescendencia con el pobre paciente que no viene semanalmente?)

Creo que podemos debatir sobre estas cuestiones entre nosotras de forma abierta, escuchando las experiencias de las demás terapeutas y abiertas al diálogo.

Planteo todas estas cuestiones para debatirlas entre todas y todos. Creo que está en juego mucho, está en juego nuestro edificio, nuestra institución “psicoterapia”. Lo que está discutiéndose desde la crisis no son solamente nuestros honorarios sino nuestra autoridad. Pensemos…

BIBLIOGRAFÍA

Asociación Psicoanalítica de Madrid. (octubre 1999). Revista de Psicoanálisis 31.99. El encuadre en la cura psicoanalítica.

Müller-Granzotto, Marcos José y Rosane Lorena. (2009). Fenomenología y Terapia Gestalt. Cuatro Vientos.

Perls, Frederick S. H. Hefferline, Ralph F. Goodman, Paul. (2002). Terapia Gestalt: excitación y crecimiento de la personalidad humana. Sociedad de Cultura Valle Inclán. Los libros del CTP-4

Yontef, Gary. (2002). Proceso y Diálogo en Psicoterapia Gestáltica. Cuatro Vientos.